Los trámites administrativos de la Facultad de Filosofía y Letras adquieren una instancia una felizmente excéntrica cuando uno pasa por la oficina de Freddy y se encuentra con su empapelado de aforismos e ideas reflexivas. Son citas que ha ido acopiando, que imprime y va pegando en distintos lugares de su escritorio. No habla sobre ellas a menos que se le pregunte. Esa es la verdadera profundidad del asunto: son para él. No carece de antecedentes muy nobles, me refiero a cosechar citas para una vida examinada, recordatorios de prudencia y falibilidad como las que supo acopiar el gran filósofo Michel de Montaigne.
Michel de Montaigne nació con una suerte que muy pocos de su tiempo y lugar podían esperar. Corría el siglo XVI en Francia, un reino con más grietas de las que imaginamos, con matanzas sangrientas entre católicos y hugonotes. Nacer como Montaigne en 1533 implicaba pertenecer a una porción menor al uno por ciento de las situaciones favorables de vida: familia de nobleza de toga reciente, riqueza mercantil transformada en tierra y oficios. Sus padres amaban a sus hijos (más raro de lo que queremos admitir). La educación era la obsesión de los padres. No es que se no se perdieran ni una reunión de comisión pro-gira del colegio: directamente el niño sólo conocería un aula en la Universidad .
Al poco de nacer, su padre lo envió a que pasara sus primeros años en una de las familias más pobres de sus tierras. “Se daban bien” los pobres —como vimos en el porcentaje—. Lo hizo para que conociera la necesidad. No buscaba que el niño se indignara con la injusticia ni que encabece una revolución: quería que su hijo conociera todos los escalones. Me imagino al “padre pobre” quizá deseando un trueque simétrico en dirección inversa.
El niño vuelve al castillo a los seis años. ¿Le dicen “Bonjour, mon chéri”? No. Lo espera un tutor alemán: y nadie habla alemán en la casa. Además, el tutor no sabe francés y, por instrucciones del padre, el niño tampoco debía aprenderlo. En la casa sólo hablarían en latín con el niño. Debía tener la lengua de Cicerón como idioma materno con espontaneidad absoluta. El tutor y el pequeño quizás fueron de los últimos en avivar un poco la llama de Roma no como idioma escolástico muerto, sino para ir al baño o pedir más puré.
La excentricidad fructificó y Michel hizo una carrera notable. No “inventó” de cero un género, pero cristalizó una forma filosófica: el ensayo; intentos sinceros de contar sus problemas. Después de ser alcalde y mediador diplomático clave, se recluye a los treinta y ocho años en una torre. Escribe desde el ático. Piensa. No falta el diente de león que entra por la ventana y que Montaigne “caza” con la paciencia necesaria para no espantarlo en su aterrizaje, para que tenga esa confianza sincera de planta.
En las vigas de la torre hace inscripciones: pequeñas brújulas, frases latinas y griegas que no son esos empapelados motivacionales de bares, hechos para otros, anodinos y gritones tipo “¡Tú puedes si quieres poder!” o “La vida es un café, un cortado y una lágrima bien tirada”. Las de Montaigne serían poco vendibles hoy, algo como “Recuerda que morirás; mientras tanto escribe con honestidad.” Como con el diente de león, imagino a Michel queriendo que una idea aterrice en su cabeza y, a la vez, atento a las frases del techo destinadas a desinflar la vanidad antes de seguir. “¿No estaré diciendo una tontería?” Y la viga le devuelve un eco: Que sais‑je? ¿Qué sé yo? y, de repique: nada hay cierto salvo la incertidumbre, y nada más miserable y más soberbio que el hombre.
Todo el experimento educativo delirante del padre (latín materno, tutor alemán, inmersión inicial entre campesinos) converge ahí arriba: no se trataba de fabricar un prodigio cortesano, sino de dotar al hijo de una lengua interna con la que conversar sin testigos; de mostrar que dentro de cada uno está toda la humanidad, con sus grandezas y sus miserias. Va a desplegar en más de ciento treinta ensayos ideas e indagaciones sobre sus cólicos, miedos, manías; hablará de pulgares, de caníbales, de sus tristezas y de la dignidad de los cerdos.
No me cuesta nada imaginar a Freddy con su paciente alegría, en la puerta de la Facultad en el Parque 9 de Julio, concentrado y esperando que una carbonilla de caña complete su caída en bucle sobre su mano extendida, sabiendo que cuando se aterrice será imposible mantenerla tal como era, reflexionando que los hombres somos los únicos animales que hacen cosas para romperse y hacerle mal.